Parroquia Santo Cristo
de la Misericordia

AC: Tema 1: Salió el sembrador a sembrar

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Objetivo.

Ver con qué disposición acojo la Palabra de Dios y permito o no el fruto.

Introducción.

Dentro del evangelio de san Mateo, que explica, a la par de la vida de Jesús, el misterio del Reino de los Cielos, ocupa un papel importante el capítulo 13 donde el Señor dice un discurso en parábolas que manifiesta cómo se desarrolla dicho Reino. Y allí mismo afirma que Jesús hablaba en parábolas para hacer más accesible las realidades que trataba de revelar. Este sermón comienza con la parábola del sembrador, y su posterior explicación a los discípulos una vez llegados a la intimidad de la casa.

Es muy conocida la historia en la que un sembrador va esparciendo la misma semilla por distintos terrenos, lo que provoca un fruto dispar en cada uno de ellos. La aclaración posterior también es patente: «Vosotros, pues, escuchad la parábola del sembrador. Sucede a todo el que oye la palabra del Reino y no la comprende, que viene el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón: éste es el que fue sembrado a lo largo del camino. El que fue sembrado en pedregal, es el que oye la palabra, y al punto la recibe con alegría; pero no tiene raíz en sí mismo, sino que es inconstante y, cuando se presenta una tribulación o persecución por causa de la palabra, sucumbe enseguida. El que fue sembrado entre los abrojos, es el que oye la palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas ahogan la palabra, y queda sin fruto. Pero el que fue sembrado en tierra buena, es el que oye la palabra y la entiende: éste sí que da fruto y produce, uno ciento, otro sesenta, otro treinta.» (Mt 13, 18 – 23).

Frecuentemente solemos pensar en distintos tipos de personas que acogen la Palabra. Pero podríamos entender también aquí que ese terreno podemos ser cada uno de nosotros. Es más, que en cada uno hay distintas partes del corazón que son terrenos diversos y que reaccionan a la Palabra de Dios de esas maneras que explica Jesús. A veces somos insensatos, no comprendemos lo que hemos recibido y, por tanto, no lo cuidamos como se merece su valor. Otras veces somos superficiales, recibimos alegres la Palabra y percibimos pronto su fruto, pero como no tenemos profundidad no tiene dónde agarrar y a la mínima se seca. También hay partes de nosotros en las que hay tantos abrojos, agobios de la vida, que por más que crece la semilla, las necesidades urgentes o más atractivas la ahogan. Y también hay aspectos de nuestra vida que sí que dan fruto en medida distinta.

Claramente muestra el Señor que ante la semilla plantada hay enemigos que tratan de hacerla fracasar: los pájaros (cualquier circunstancia – que no tiene por qué ser complicada puesto que la persona no valora suficientemente lo recibido – que el Maligno dispone para arrebatar la Palabra), las tribulaciones que provoca el Diablo, el mundo o nuestra flojera, que secan la raíz por tener una experiencia superficial (actualmente, dado que vivimos en el mundo de lo “light”, aparecen una serie de experiencias cristianas emotivas que corren el peligro de quedarse en una emoción pasajera y sin calado suficiente para que arraigue la vida cristiana), las preocupaciones del mundo o la seducción de las riquezas, que no son más que distracciones que genera el Enemigo para que perdamos la atención a lo esencial y dejemos que la vida atareada lo sofoque y haga desaparecer. Todas ellas son manifestaciones del Demonio que trata de impedir que se arraigue en nosotros y madure una vida cristiana seria.

Es necesario identificar en nuestra vida esos distintos escenarios que hay en ella para que podamos poner remedio y colaborar para que lo sembrado por Dios (que es fructífero por sí mismo, pero cuyo fruto no podemos percibir si no ayudamos con nuestra actitud) pueda dar el fruto que Dios quiere: Os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca (Jn 15, 16).

Lo que está claro, por tanto, es que hace falta que trabajemos la disposición interior con la que recibimos la Palabra de Dios, puesto que de ésta depende la cantidad, calidad y permanencia del fruto. La tierra buena no es una tierra que haga muchas cosas sino que es una tierra que se deja trabajar y que acoge la semilla dejando que nutriéndose de ella germine y dé mucho fruto. Poca importancia damos nosotros a esta disposición interior y anterior, y resulta que es fundamental para que Dios pueda actuar en nosotros. La buena tierra se deja roturar (cosa que hace Dios muy frecuentemente con las circunstancias a veces no muy fáciles de nuestra vida), airear (por medio del Espíritu que nos hace no estar oprimidos en nosotros mismos), fertilizar (enriquecer con los medios que Dios pone a nuestro alcance a través de la Iglesia), etc. Lo que está claro es que los agricultores saben que, para que una tierra esté preparada para recibir la simiente, hace falta un trabajo anterior que disponga, quitando piedras, hierbas malas o abrojos, haciendo que tenga profundidad por medio del arado que se mete en ella (el arado es la cruz), etc.

Ojalá que caigamos en la cuenta de la necesidad grande que tenemos de ser trabajados para que podamos recibir gozosos y permitir generosos que la Palabra de Dios arraigue, germine y fructifique en nosotros en una seria vida cristiana que nos lance a la santidad.

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